«El Señor se ha
hecho pobre por nosotros en este mundo. Ésta es la excelencia de la altísima
pobreza que os ha constituido a vosotras, amadísimas Hermanas mías, herederas y
reinas del Reino de los Cielos, os ha hecho pobres de cosas y os ha enaltecido
en virtudes. Sea ésta vuestra porción, la que conduce a la tierra de los vivos,
estrechaos a ella totalmente, amadísimas Hermanas, y, por el Nombre de Nuestro
Señor Jesucristo, ninguna otra cosa queráis tener jamás bajo el cielo». (Reg
CI, 8)
Pobreza y minoridad
“¡Oh, pobreza
bienaventurada, que da riquezas eternas a quienes la aman y abrazan! ¡Oh,
pobreza santa, por la cual, a quienes la poseen y desean, Dios les promete el
Reino de los Cielos, y sin duda alguna les ofrece la gloria eterna y la vida
bienaventurada! ¡Oh, piadosa pobreza, a la que se dignó abrazar con
predilección el Señor Jesucristo… “ (1 Cl,15-17)
Siguiendo el ejemplo
de nuestros Santos Padres Francisco y Clara, el “privilegio de la pobreza”, el
“vivir sin nada propio”, es para nosotras la prueba de nuestra fe y de la
autenticidad de nuestro compromiso con el Señor. En la pobreza auténtica
experimentamos hasta qué punto somos amadas y custodiadas por un Padre
espléndido y misericordioso. Es una forma de amar a Quien nos amó primero,
dejándonos en sus manos providentes; es una confianza radical en la fidelidad y
amor de Dios para con nosotras, teniendo en cuenta que no hay verdadera pobreza
sin humildad, sin minoridad y sin asumir la humillación que nos puede venir de
los otros y del mundo.
“Yo, el Hermano
Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza del Altísimo Señor
Nuestro Jesucristo y de su Santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin;
y os ruego, mis señoras, y os doy el consejo de que siempre viváis en esta
santísima vida y pobreza. Y protegeos mucho, para que de ninguna manera os
apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de alguien.” (Regla VI,7-9)